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Empleados en desarrollo

Quejarse sin parar

por John Weeks

Cuando Mark Twain dijo: “Todo el mundo habla del tiempo, pero nadie hace nada al respecto”, puso al descubierto una compunción crucial para el buen funcionamiento de las organizaciones: el impulso de quejarse cuando está claro que nada va a cambiar.

La gente se queja de sus empresas por las mismas razones por las que se queja del tiempo: no porque esperen cambiar nada, sino porque estos pequeños rituales de negatividad unen a las personas al afirmar sus experiencias compartidas y su sufrimiento compartido. La recitación de quejas inocuas se convierte en parte de una cómoda rutina que hace que las personas se sientan cómodas unas con otras. Estas quejas pueden ayudar a reforzar los lazos sociales y a construir un sentimiento de comunidad.

Vi esta dinámica en juego durante el año que pasé estudiando un gran banco minorista británico. La gente entonaba repetidamente las mismas derogaciones trilladas sin esperar que nada cambiara. Todos, desde el CEO hasta el empleado más subalterno, se unían en un coro de quejas: El banco era demasiado burocrático, demasiado regido por normas, poco centrado en los clientes, poco emprendedor, demasiado rígido, demasiado propenso a mirarse el ombligo, demasiado centralizado… y demasiado negativo. Cuando llegó el cambio -que sorprendió a muchos- la gente demostró una notable capacidad de adaptación. Rápidamente encontraron nuevas cosas de las que quejarse.

Las quejas pueden ser a veces más poderosas que las herramientas tradicionales que utilizan las empresas para impulsar la alineación y la lealtad, como la visión corporativa y las declaraciones de misión. En un momento dado, el banco que estudiaba emprendió un despliegue a gran escala de su nueva visión corporativa para convertirse en “la primera opción para clientes, inversores y personal”. Periódicamente, la sede central enviaba vídeos motivadores a todas las sucursales y departamentos para recordar a los empleados la visión y ponerles al día sobre su puesta en práctica. Altamente pulidos y protagonizados por altos ejecutivos junto a un conocido presentador de noticias de la BBC, los vídeos eran habitualmente objeto de burla tanto por parte de la dirección como del personal. Se hacían burlas de los modales, se criticaba la vestimenta, se subrayaban los errores y se mofaban de las vacilaciones de los ejecutivos. Los directivos solían disculparse por el material visionado y, por lo general, se unían al cachondeo que seguía. Los vídeos fomentaban la unión, aunque hay que admitir que no de la forma que pretendía el CEO.

En cualquier organización, a medida que las personas interiorizan la cultura, aprenden no sólo cómo se hacen las cosas en ella, sino también cómo se quejan de ellas. Los empleados aprenden sobre qué es seguro quejarse (nada demasiado delicado), ante quién es seguro quejarse (nadie demasiado superior), cuándo es seguro quejarse (no demasiado públicamente) y qué es tabú. La mayoría de las veces, cuando la gente sigue estas reglas culturales, el resultado son quejas sociales inocuas que sirven para todo menos para crear realmente un cambio. Otras veces, los empleados pretenden que sus quejas creen cambios. Ser capaz de distinguir la negatividad recreativa de la disidencia constructiva es una habilidad importante para los directivos en una cultura de quejas. Los directivos deben conocer bien las normas no escritas que rigen cómo, a quién y sobre qué se queja la gente de forma ritual. De este modo, pueden determinar dónde no deben poner sus energías para resolver problemas. No hay nada de lo que la gente disfrute más quejándose que de un directivo entrometido que va de un lado para otro intentando arreglar cosas que, en realidad, nadie quiere ni espera que se arreglen.

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